El eco negro

El sol del atardecer había teñido el cielo de un rosa y naranja subidos como el equipo de un surfista. «Qué falso», pensó Bosch mientras conducía hacia el norte por la autopista, de camino a casa. Los atardeceres en Los Ángeles siempre eran así; uno se olvidaba de que era la contaminación lo que hacía que los colores brillaran tanto, de que detrás de cada imagen de postal a menudo se ocultaba una historia horrible.

El sol flotaba como una bola de cobre al otro lado de la ventanilla del conductor, mientras por la radio sonaba Soul Eyes, de John Coltrane. En el asiento derecho yacía la carpeta con los recortes de periódico que le había dado Bremmer, y encima de ellos, un paquete de seis latas de cerveza. Bosch cogió la salida de Barham y luego enfiló Woodrow Wilson en dirección a las colinas que se alzaban sobre Studio City. Su casa era poco más que una cabaña de madera con una sola habitación, algo más amplia que un garaje de Beverly Hills. La construcción sobresalía de la montaña y se sustentaba por tres pilones de acero en el centro. No era precisamente el mejor lugar donde cobijarse durante un temblor de tierra, ya que parecía retar a la Madre Naturaleza a que lo empujara colina abajo como un trineo. Pero la panorámica valía la pena; desde la terraza trasera se veía más allá de Burbank y Glendale, hacia el noreste. También se divisaba el perfil púrpura intenso de las montañas de Pasadena y Altadena, y a veces incluso se vislumbraban las nubes del humo y el resplandor anaranjado de los frecuentes incendios de monte bajo. Por la noche disminuía el ruido de la autopista que yacía a sus pies y los focos de los estudios Universal barrían el cielo. Al contemplar el valle de San Fernando, a Bosch le invadía una sensación inexplicable de poder. Aquélla había sido una razón, la más importante, por la que había escogido aquella casa y por la que nunca se mudaría de allí.

Bosch la había comprado hacía ocho años con una entrada de cincuenta mil dólares, antes del auge inmobiliario. Aquello le había dejado con una hipoteca de mil cuatrocientos dólares al mes, suma que podía permitirse, ya que sus únicos gastos se reducían a comida, alcohol y jazz.

Crédito:

Libro: El eco negro

Autor: Michael Conelli

Estracto

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